Nos llega una novedad de Japón. La tierra del sol levante nos quiere sorprender con una máquina de sueños. ¡Increíble! Pero, ¿no tenemos ya demasiados artefactos? Dando una vuelta sobre la punta de los pies, cada quien podría contar una cohorte de máquinas para el uso doméstico. Máquinas para afeitarse, para prepararse un café, para cortar el césped, para escuchar música, para lavar la ropa, para pelar y freír patatas..... máquinas y máquinas, que en las películas actuales de ciencia ficción llegan incluso a retar al hombre su puesto en la tierra.
Pero esto de inventar una máquina para que cada quien se programe sus sueños, parece realmente un sueño. Por lo visto el manual de la fabriquita de sueños sería simple: si quieres soñar que estás disfrutando de unas vacaciones en la playa, bastaría que programes escuchar el rumor del oleaje marino; si quieres soñar con un jardín florido, bastaría que aprietes un botón para que la máquina emane perfume de rosas. No parece complicado en teoría. Maliciosamente, sin embargo, podríamos suponer que habrá un margen de error, como en todas las cosas, y que pueda suceder, por ejemplo, que el rumor del oleaje marino en vez de hacernos soñar con las vacaciones en la playa nos provoque la soberana pesadilla de vernos entre las mandíbulas de un tiburón...
Dejemos a los japoneses que sigan inventando máquinas. Son especialistas; una verdadera proeza del ingenio que Dios ha concedido al hombre. Varias de su invenciones son muy útiles; otras son cómplices de nuestra pereza y superficialidad de espíritu.
Concedamos que los nipones puedan prepararnos un delicioso sueño artificial, como si se tratara de un café. Pero, quizás esos sueños digitalizados, programados, robotizados, fotocopiados, y todo lo modernizados que se quiera, terminarán por ser meras ilusiones cuando el amanecer corra el velo de la noche. Somnoliento y perezoso, el hombre caerá de un espejismo idílico. “Los sueños, sueños son” -decía Calderón de la Barca-.
¿Qué deseas soñar? Nada imposible. Simplemente que al día siguiente el mundo sea mejor, que las guerras dejen paso al paz y a la concordia entre los pueblos, que mis alegrías sean mayores, que mis seres queridos gocen de salud y de mi amor, que pueda continuar mi vida con sus dificultades y alegrías, que dé un paso adelante hacia el cielo prometido por mi fe en Dios, que tenga la satisfacción de hacer algo positivo por los demás, que llegue a la noche siguiente con el sudor en la frente y la paz de mis deberes cumplidos. Esos son sueños bellos porque son un puente entre dos días de vida trabajada. Son sueños vivos que esmaltan los proyectos personales.
No queramos soñar lo que no alcanzamos por falta de esfuerzo. Los sueños no deben ser un refugio de los fracasos personales, ni una sacudida inmadura de las propias limitaciones. Si fuera así serían como un dañoso narcótico del alma. Dejemos que los sueños corran libres por las estepas de la noche. Ellos nos levantarán en vuelo entre golondrinas de nácar o nos sumergirán en un océano de plata. Los sueños son dedos que tejen caprichosamente retazos de nuestras horas despiertas de alegrías y tristezas, de nuestras secretas intenciones y de los momentos inolvidables en el trato con los demás. Dejemos que sean libres como libre es nuestro corazón para nacer cada día al amor, como libre es nuestra alma para rezar cada mañana una oración de confianza en Dios, como libre es el hombre para soñar sin necesitar programarse.
¿Desanimamos a los ingenieros japoneses? Esperamos que no. Simplemente les recordamos que para que la maquinita de sueños dé en el clavo tendrá que acompañar a su dueño durante todas las vivencias de cada día, tendrá que reír y llorar con él, tendrá que amar, sufrir, sentir la caricia del viento otoñal y tiritar entre los hielos del invierno, emocionarse ante los ojos limpios de un niño y comprender que el alma del hombre escapa a los sentidos del cuerpo. Si lo consigue, quizás pueda preparar un “sueño” que no sea desechable a la mañana siguiente .
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